miércoles, 15 de febrero de 2017

WAVES

"Everybody's gone surfin'
Surfin' U.S.A"

Así cantan los Beach Boys y además agregan "si todos tuvieran un océano, entonces todos deberían estar surfeando" Y cuánta razón tienen.

Hace días vengo procesando todo lo que el mar dejó en mí y a la vez todo el peso que me quitó para continuar liberándome.
El camino y los sucesos que iban a vivir estaban escritos mucho antes de que yo tomara el colectivo que nuevamente me acercaría a la costa argentina que tanto amor me despierta.
Llegué a la terminal de Mar del Plata alrededor de las 5am y dos amigas estaban esperándome dentro de un auto para llevarme a la casa que compartiría con ellas los pocos días que iba a durar mi estadía.
Era jueves y alrededor de las 10am mientras ellas dormían yo decidí ir a ver el mar que tanto extrañaba. Estábamos en una zona bastante alejada del centro de Mar del Plata y recuerdo haber puteado, pensando que la magia estaba lejos mío (y las clases de surf por las que había viajado quizas quedarian frustradas) pero en realidad estaba levantando vuelo justo frente a mis ojos. Caminé y pregunté como bajar a la playa; un local me guío lejísimos, así que seguí mi brújula interna y choque con el mar sin saber aún como llegar a poner los pies en la arena, en medio de un camino marcado por ruedas de auto encontré un cartel que decía "Pura Vida" así que decidí entrar y un guardavidas me guío para que hable con la gente del bar y pudiera bajar finalmente a la playa.
Todo estaba escrito, salir sola a caminar, seguir mi brújula interna, encontrar el cartel, que me abrieran la puerta para quedarme sentada en una escalera de madera mirando el mar. Subí agradecida y me quedé charlando sobre la playa y sus distintas actividades y otra vez la causalidad atravesándome, un chico que no conocía y con el tiempo aprendí su nombre (Matías) me dijo que ellos daban clases de surf. Universo mediante ya no iba a tener que viajar media hora para aprender a meterme al mar dentro de una tabla. Mis ojos se iluminaron por completo; había encontrado el mar (o el mar a mí), también un lugar con buena vibra y un profesor de surf.
Desde ese momento en adelante todos fueron momentos mágicos que estaban esperándome para expandir mi mente, mi cuerpo y sobre todo mi corazón.
Pura Vida no sería simplemente la playa donde iba a tener mis primeras lecciones de surf, o un bar en el cual iba a poder tomar un buen campari por la noche; Pura Vida sería el lugar en el cual yo iba a terminar pasando prácticamente toda mi estadía. Observando y dejándome atravesar por toda la belleza que me estaba brindando.
Viernes 11:00am convencí a mis amigas de bajar a la playa mientras yo me preparaba mentalmente para hacer algo que nunca había hecho. En medio de risas, selfies y sol aparece otro (gran) personaje de esta historia sólo que aún no lo sabía, saludo y lo miramos alejarse entre medio de comentarios entre nosotras.
Volvió y pregunto quien había pedido clases de surf, "ah, sí, yo" respondí, haciendome cargo de que en realidad al rato iba a tener que dejar de lado todos los accesorios playeros para estar dentro de un traje de neoprene. Se presentó y ahí aprendí su nombre Joan, aunque con el tiempo iba a dejar de llamarlo así para simplemente decirle "chaque". Visualmente podía caer dentro del cliché de lo que uno considera s u r f e r, pero créanme que toda la belleza de ese humano vive dentro de él y por más que quisiera describirla, no podría.
Viernes y sábado surfeé con Matías mientras me perdía en la imagen que me regalaba Pura Vida. Me estaba regalando el mar, me regalaba gente totalmente predispuesto a ayudarse unos a otros, vibraba amor porque sentía amor. Me había olvidado por completo de cualquier cosa superflua que ocupaba espacio en mi cabeza, era el mar y el momento. Cada momento que pasaba era único e irrepetible.
Todo estaba revolucionandose dentro mío.
Ya no era yo, o era otra yo.

Sábado entre campari y humo de cannabis Joan me dice que el domingo iba a surfear con él.
Había llegado mi primer domingo de fin de tarde, mar transformándose, las series de las olas rompiendo cada vez más fuerte y en menos tiempo, agua salada entrando violentamente por mi nariz y mi boca, respiración agitada, ganas de más y a la vez ganas de parar había comenzado a sentir que el mar estaba enseñándome quién mandaba, ya no era la reina de la calma sentada en una tabla mirando como caía el sol y dejándome atravesar por tanta belleza; ahora era simplemente una chica conectada a la tabla por medio de una pita y tratando de sobrevivir entre las rocas sin lastimarme y sobre todo sin cansarme de más para poder remar lo necesario y salir del agujero al que el mar me había arrastrado. Joan me miró, me calmó y me pidió que no me desesperara, y en cuanto la serie de olas parara yo debía subir a la tabla y remar sin importar cuantas veces la fuerza del mar intentara hacerme caer. Respiraba entrecortado, sentía los golpes en la cara y la tabla tambaleando mientras yo intentaba no perder el equilibrio.
De repente, la calma, habíamos logrado salir del pozo, yo había aprendido que cuando el mar manda lo único que hay que hacer es dejarse llevar y no desesperar, intenté agarra la última ola como pude y salimos. Habían sido demasiados cambios de estado en muy poco tiempo y el cuerpo estaba agotado, la mente también, pero igualmente por dentro sólo sentía bombear felicidad.
El mar me había dado una lección que yo había recibido con los brazos abiertos, es mejor disfrutar del proceso que solamente estar pensando en la meta.

Había llegado maldito el lunes, ya no iba a presenciar más noches escuchando el mar, ni iba a compartir mates con el sol pegándome en la cabeza, ya no iba a escuchar más historias de desconocidos porque ese día iba a volver a casa.
11am llegué a la playa y Joan dijo: "Bueno, vamos al agua?" en ese momentos mis ojos se iluminaron, porque los había escuchado hablar entre ellos durante varios días y esa frase en particular era mi preferida. Ir al agua era ir a divertirse, ir a dejarse llevar por el mar, ir a no pensar en nada y a conectar con la inmensidad que los rodeaba. Y otra vez era mi turno, otra vez me tocaba ir al agua.
Ya no había enojo, ya no estaba pensando que tenía que ser la mejor surfista del universo, ahora tenía una alegría inmensa simplemente por disfrutar de ese momento y que ese momento no se terminara nunca. Quería quedarme en el mar por siempre.
Me caí, me reí, disfruté, y me animé a volver a subir a esa tabla una y otra vez hasta que finalmente el tiempo entre que la ola comenzaba a empujarme y yo lograba mantener el equilibrio parada se achicó y comenzaba a surfear y no caer.
Era mi último día y había cumplido lo que me había prometido,tomé mis anheladas clases y logré mi objetivo. La felicidad que sentía en el cuerpo era tan inmensa que se escapaba por mis poros, todas esas caídas me habían llevado a no rendirme y continuar en la búsqueda. Podía volver a casa en paz.
Se hizo de tarde y el sol de a poco empezaba a esconderse, otro fin de tarde que se dejaba entrever y me conmovía.
Era momento de despedirme de cada una de las personas que había conocido, de todos los que me habían hecho entender que el surf no es un deporte, es un estilo de vida. La calma del mar está dentro nuestro, las caídas sólo son la motivación para volver a remar y pararnos sobre esa tabla que nos hace sentir como si flotáramos. La mente en blanco y siempre mirando para adelante.

Este viaje no sólo me demostró que cuando me proponía seguir podía alcanzar pequeños triunfos, sino que destruyó por completo muchas creencias y me hizo ver las cosas desde otra perspectiva.
Conecté con la gente, con el mar y con el universo. Me ví a mí misma despreocupada viviendo el momento presente.
Siempre supe que el mar era especial, siempre me sentí feliz tan sólo de verlo y ahora había aprendido a vivirlo. Ahora descubrí que hasta que me den las piernas yo quiero escaparme en cuanto pueda nuevamente para sentir esa adrenalina.


El viaje fue una playa, un bar, clases de surf; pero también fue amor, aprendizaje, felicidad y sobre todo transformación.

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